sábado, 25 de enero de 2014

El Valle de los Recuerdos - de la zaga Los viajes de Einar

Cuento de Fernando Murano 
de la zaga Los viajes de Einar


Einar se apresuró a juntar el último canasto de naranjas. No había tiempo que perder, de un momento a otro llegaría su tío Nasvir y controlaría con minuciosa severidad la cosecha del día y de la semana. Resultaba imperativo dejar todo preparado para que, al arribar su tío, encontrara las canastas de mimbre estibadas en su lugar, los viejos carros, con los que repartían la fruta engrasados, el granero  limpio y ordenado. Todo debería quedar de acuerdo a las extensas y estrictas normas que abarcaban el total del proceso de producción y comercialización de la cosecha y que a la campiña le habían valido el reconocimiento de “mejor productora frutícola” de toda la comarca. Einar apreciaba mucho el profesionalismo de su tío, sin embargo, las rigurosas reglas que establecía en la campiña, le restaban tiempo a su mayor pasión: realizar viajes y expediciones a lugares desconocidos.

Todos los habitantes de la Villa de la Alforzada sabían que Nasvir Limarano, hijo del conocido productor de vino Breinar Limarano,  había criado a Einar con el mismo esmero que ponía en su campiña, luego de que este, de muy pequeño, perdiera a sus padres en un infortunado accidente, víctimas de la locura de un caballo desbocado que los arrastro con su carreta hasta las profundidades de un precipicio. Siempre había resultado para él, el hijo que la vida no le había regalado. A pesar de su carácter severo y el modo tosco que tenía para comunicarse, Nasvir se preocupaba mucho por su sobrino, y conocedor de la peligrosa afición que el joven intrépido tenía por los viajes, trataba de disuadirlo de tan temerarias empresas a fuerza de hacer de él un esmerado trabajador. 
Pero Einar siempre se las había ingeniado para salirse con la suya, a cambio de realizar sus propósitos solía soportar los regaños y el mal humor se su tío durante dos o tres días hasta que la cuestión era olvidada. Para reducir hasta el mínimo posible el enfado de este, se valía de su gran simpatía, de una locuacidad inefable y de una enorme habilidad para el trabajo. Ya desde los tiempos en que sus correrías volvían locas a más de una vecina, supo redimirse valiéndose de dichas dotes sumadas a su lucidez mental. En cada estación del año, realizaba al menos un viaje furtivo, y en verano, cuando las condiciones meteorológicas eran más favorables, emprendía no menos de dos. Si bien durante todo el transcurso del año la cantidad viajes era considerable, la extensión de los mismos era breve. 
Nasvir, aunque jamás se hubiera permitido dejárselo entrever a nadie, en el fondo de su alma se complacía con los periplos de su querido sobrino. Pasaba largas veladas fumando en pipa bajo el alero de su casa, contemplando extasiado el esplendor del cielo estrellado, y mientras se mecía con suavidad en su sillón, dejaba que su imaginación jugueteara sin límites. Sueños de viajes fantásticos por lugares recónditos y de belleza inigualable, poblados de fieras salvajes y de seres extraños, los mismos que había oído en tantos relatos de su infancia recorrían. Pero el amor que tenía por Einar, el miedo a perder a su hijo amado, tanto como su prudencia y sensatez y, quizás, algo de cobardía, le impulsaban a reprender y desalentar estas actividades.
El joven hobbit, de largos cabellos rubios, de tez lampiña y vastas pecas coloradas, había fraguado un plan para emprender una de sus escapadas habituales. En esta ocasión se dirigiría a la región del oeste, donde algunos viajeros contaban que se habían topado con los bellísimo elfos. Dejaría toda la producción en perfecto estado de orden y como ya era viernes no habrían de entregar la mercadería sino hasta el lunes. Entonces, antes que Nasvir arribara desde la parte norte de la campiña trayendo la cosecha de manzanas, partiría dejando una nota en la que explicaba que durante el fin de semana iría Hobbiton a visitar a sus primos los Brandigamo y que como había sido invitado a cenar, no querría demorarse en partir y causar el mal humor de su familia llegando fuera del horario acordado. De este modo, se evitaría el tener que responder preguntas que podrían llegar a descubrir su verdadera intención. Sabedor de la aguda inteligencia de su tío, y la desconfianza que le tenía en estos menesteres, había tomado la precaución de pedirles a sus primos que durante la semana le enviasen una nota de invitación para ir a Hobbiton y que el propio Nasvir había recibido de manos del correo.
Cuando hubo acabado sus labores, la luna brillaba ya, plena, sobre un cielo limpio, negro y estrellado, una brisa cálida soplaba desde el sur y el chirrido de los grillos dominaba sobre los ruidos de la campiña. Luego de guardar los animales y dejarles una provisión suficiente de agua y comida, se dio prisa en depositar en su bolsa de viaje todas las cosas que le servirían para emprender la marcha. Retiró una tabla del piso del cuarto de herramientas, que estaba sin clavar, extrajo unos cuantos mapas, una brújula de bronce, una espada pequeña, una cerbatana, unos dardos venenosos que usaba para defenderse de fieras peligrosas, una manta y una muda de ropa. También agregó una capa impermeable, que lo resguardaría de algunos de aquellos chaparrones inoportunos que se descargaban con violencia sobre la comarca durante el transcurso del verano,  por último empuñó con su mano derecha un bastón sólido que le sería de gran utilidad en terrenos escarpados. Para las necesidades alimenticias del viaje, puso en su bolsa una ración generosa de secaditas 1 de cerdo, un pellejo lleno de ginelar 2 y un pan de maíz, vituallas por demás suficientes y, teniendo en cuenta que era de modesto comer, hasta podría decirse que excesivas. Por supuesto no se olvidó de embalar la pipa y el tabaco.
En el mismo instante en que dejaba atrás la cerca de la campiña, un carro viejo llegaba bamboleando, de un lado al otro, el pesado cargamento de frutas. Bien sujeto a las riendas un cansado tío Nasvir le daba las últimas directivas a su poni. Sintió gran alivio de haber partido minutos antes y por las dudas recorrió, brújula en mano, sus primeros pasos al abrigo de la densa arboleda que lo separaba de la rivera del arroyo Balduest. Superado el primer escollo caminó a paso firme por las alegres orillas del Balduest hasta encontrar una pequeña barcaza que había construido durante la primavera. Este pequeño vehículo acuático, en el que con mucho esfuerzo podían entrar dos hobbits de porte menudo, le permitiría desplazarse con mayor rapidez las dos terceras partes de su viaje que de otro modo hubiera resultado tan extenso que hubiera sido causante de alarma en su tío. 
Las primeras horas de la travesía fluvial, transcurrieron sin novedad alguna. El Balduest es un vigoroso arroyo que se desprende del Brandivino unos tres kilómetros al sur de la Comarca y serpentea hasta la orilla sudoeste de las montañas azules, la bordea y va a derramar sus aguas a las costas de Harlindon. La suave correntada que desplazaba la barcaza y la intensa luz de luna le permitió a Einar contemplar los distintos tipos de árboles frutales que crecían a la vera del canal, avistamiento que dejó como resultado sólo un par de especies arbóreas desconocidas. Por lo demás, se dedicó a entonar unas antiguas canciones élficas, tan bellas como desconocidas en la comarca, canciones que le había enseñado un viajero montaraz hospedado por su tío. Es menester importante decir, que el ambicioso objetivo del viaje era el de contactar a los elfos que moraban al pie de las montañas, en el Valle de los Recuerdos. Einar había soñado desde pequeño con aprender la lengua de los elfos, cantar sus dulces canciones, conocer el misterio de la elaboración de las lembas3 y adquirir la increíble habilidad que tenían estos hermosos seres en el manejo del arco y la flecha. 
El emprendimiento resultaba bastante peligroso, pues durante el trayecto debería atravesar una zona en la que su tío le había advertido que vivían una de las razas más feroces y violentas de Trolls. Einar hubiera podido evitar atravesar esta región haciendo un rodeo por las laderas orientales de las montañas, pero le hubiera significado una demora en la duración total que había planificado. Temerario y algo irresponsable, atributos ambos de sus jóvenes treinta años, decidió arriesgarse a cruzar la mencionada zona, evitando así una dilación en el lapso establecido para la expedición.
Transcurridas cinco horas desde que zarpara de la villa Alforzada, comenzaron las dificultades. Un violento movimiento del bote lo arrancó de un adormecimiento en el que había caído, víctima de la suavidad de la corriente y la monotonía del paisaje. El sacudón había sido producto del choque contra una piedra que asomaba de debajo de las aguas y que preanunciaba, junto con  el aumento considerable de la correntada, la inminente aparición de temibles saltos. Después de verificar que el casco de la nave no había sufrido daños importantes que comprometiesen la flotabilidad, se dispuso a enfrentar la llegada de la acción. Se amarró la bolsa y el bastón a la espalda, colocó uno de los remos lo sobre la embarcación y lo aseguró a las agarraderas metálicas donde se apoyan, se colocó la capa impermeable y para lograr una mayor estabilidad y evitar que un movimiento brusco lo despidiera al agua, enganchó los tobillos debajo de un tirante que atraviesa por encima del fondo de la barcaza a una altura de diez centímetros,  y por último, tomó con ambas manos el remo restante, que le sería de gran ayuda para evitar golpear contra rocas, troncos o raíces que se extendían más allá de la orilla.
El primer salto lo encontró bien preparado, apenas si debió hundir la punta del remo para corregir mínimamente la dirección de salida.  El movimiento se repitió dos o tres veces más, sin novedad. Una momentánea calma le dio respiro durante algunos segundos, aunque la espumosa visión del rió, unos cien metros por delante, lo alertó de que la parte más interesante  de la navegación sería alcanzada con prontitud. Einar tensó los músculos, fijó la mirada penetrante en el desafió cercano, sostuvo el remo en posición horizontal a la altura del pecho, aspiró hondo y contuvo la respiración.


* * *



Entretanto, en la Alforzada, en el instante en que Nasvir, vencido por el sueño, se disponía a abandonar el porche, una voz áspera y amistosa surgió de entre las sombras:
—¡Nasvir Limarano, que gusto verte!
—¿Quién saluda? —preguntó mientras se colocaba las gafas que había sacado del bolsillo de su chaqueta— No puedo verte, acércate, por favor.
Bajo la cálida luz de la lámpara de aceite que ondulaba debajo techo del porche, se corporizó la figura de un viejo sonriente, de larga barba, cachetes mullidos y colorados, nariz ancha y prominente. Vestido de manera algo extravagante, el pequeño y simpático hobbit saludaba haciendo una reverencia con su sombrero de alas anchas y copa puntiaguda.
—¡Caracoles! Si es el mismísimo Chudney Brandigamo —rió con ganas Nasvir—. Ven pasa, puedo ofrecerte una buena taza de té con pasteles.
Sabido es, la gran devoción que gozan entre los hobbits, tanto las tertulias, como la buena comida. La cara de Chudney resplandeció y, claro, aceptó de inmediato el convite. Pasaron al comedor y en unos segundos, Nasvir había desplegado sobre la mesa tanta comida que podría decirse que esperaba recibir no menos de diez hambrientos comensales. Mientras la pava se calentaba sobre la viva llama de la cocina, dispuso frente a su huésped una ración de queso de cabra, unas cuantas tajadas de fiambre de cochinillo, dos panes de cebada, mantequilla, mermelada y los prometidos pasteles que preparaba de manera exquisita doña Aliana y que eran ya famosos en todos los confines de la Alforzada. Servido el té, degustaron alguno de los manjares y charlaron animadamente acerca de las cosechas, del tiempo y de las fiestas que pronto comenzarían a celebrarse en toda la comarca.
—¿Quieres más pasteles? —preguntó Nasvir, al ver que los ocho pasteles del plato habían desaparecido.
—¡Nooo, gracias! —contestó — He abusado de tu hospitalidad y de mi estómago, que ya venía bastante cargado con el cordero que preparó Blanca para la cena.
—Ah, es una de sus especialidades. Einar se habrá devorado un gran trozo, le encanta.
—¿Qué dices?
—Que ha mi sobrino le encanta el cordero asado.
—Pero… Einar no ha cenado con nosotros —dijo confundido Chudney.
—¿Cómo?, yo mismo he recibido una invit… —Se detuvo al darse cuenta del nuevo engaño al que había sido sometido por Einar—. Voy a matar a ese mocoso, Chudney —dijo mientras revoleaba su puño en el aire.
Luego de poner al tanto a su primo sobre lo que estaba sucediendo, se dirigió hasta el granero, retiró la tabla suelta del piso del cuarto de herramientas y examinó con cuidado el escondite secreto de su sobrino, escondite que ya conocía hace tiempo y que utilizaba para tratar de descifrar, de acuerdo a qué elementos que se hubiese llevado, qué tipo de viaje había emprendido Einar, extensión, peligrosidad y destino. Al no ver la espada, se preocupó, sin duda, habría elegido un destino peligroso. Nasvir, inquietó, estuvo reflexionando durante al menos una hora, tratando de recordar algún comentario que se le haya escapado a su sobrino, alguna pista que pudiera haber dejado. La madrugada le ganó, implacable, tanto como el cansancio de todo un día de intensa labor en la campiña. 


* * *



La barca voló a un metro de altura sobre el torrente bravío, al caer se ladeó de forma peligrosa, obligando a Einar a un esfuerzo máximo con el remo para lograr el equilibrio, mientras que una cortina de agua lo empapaba de pies a cabeza. El río no le dio respiro, una enorme raíz de un árbol amenazaba con detener el viaje de forma abrupta y trágica. Haciendo gala de unos reflejos prodigiosos, logro palear con violencia y cambiar de manera mínima aunque suficiente el curso de la canoa logrando evadirse de las temibles garras de aquel árbol añoso. No sería precisamente calma lo que le aguardaba durante los siguientes minutos, aunque con agilidad, vigor y destreza logró sortear cada uno de los escollos que le presentó el Balduest. La calma sobrevendría durante al menos tres o cuatro kilómetros. Aprovechó para relajarse un poco. Nuevos sacudones, saltos y empapadas lo acompañaron durante el último tramo que navegó sobre el Balduest.
Al descender sobre la orilla septentrional del río escondió la barcaza entre medio de unos arbustos espinosos de pequeña estatura pero de tupido follaje. Antes de continuar su camino se cambió la camisa mojada y se abrigó con una chaqueta de piel de cordero, pues las primeras horas de la madrugada habían traído un aire frío. Cuando realizó la planificación del viaje, allá en la comarca, resolvió no descansar en esa zona, porque algunas fieras carnívoras tienen por costumbre tomar desprevenidos a los animales que dormitan a la vera del arroyo. Caminó de buen ánimo por espacio de una hora hasta un paraje yermo, donde vivían muy pocos animales y  que sin duda, resultaba más seguro para efectuar su primer descanso. Se ubicó al pie de una pequeña colina, al resguardo de unas rocas inmensas. Revisó con minuciosa atención que no hubiesen alimañas ni insectos peligrosos. Se sentó en la más pequeña de las rocas e inició uno de los rituales ineludibles en sus viajes: sacó la pipa del bolso, la llenó con tabaco y lo compactó tal y como le había enseñado su tío Nasvir, encendió una cerilla y con pequeñas pitadas logró que el tabaco comenzara a arder y despedir un exquisito aroma a chocolate. Una vez que hubo logrado la temperatura ideal de la pipa se dedicó a juguetear arrojando anillos de humo hacia el cielo renegrido. Durante un largo rato permaneció absorto observando la belleza con que la luna llena derramaba fulgores de una luz plateada y melancólica. Pensó en lo bien que se sentía y que no podría haber mayor gozo que disfrutar de la maravillosa tranquilidad de esa región. Según lo previsto, luego de juntar un poco de pasto seco y colocar sobre él una manta se recostó a dormir al menos hasta que los primeros rayos de luz brillaran en el cielo. Se sentía cansado y aunque en los primeros instantes se mantuvo alerta no tardó en caer en un sueño profundo.
El canto de algún pajarillo apresurado lo despertó antes de que rayara el sol. La madrugada era fría y brumosa. Todas las superficies a su alrededor estaban cubiertas por una delgada y cristalina capa de escarcha, incluso la manta y algunos mechones del cabello. Con parte del pasto seco que le había servido de colchón y unas cuantas ramas secas encendió una pequeña fogata. Sobre ella colocó una jarra metálica  y preparó un poco de café que acompañó con unos trozos de pan de maíz y algunas secaditas. Disfrutó de la paz del lugar mientras la luz iba corporizando el paisaje que lo rodeaba en sutiles tonos rojizos, miró por última vez el horizonte donde ya podía divisarse las Montañas Azules que se erigían sobre el Valle de los recuerdos. Miró con atención la blancura inmaculada de sus picos nevados que contrastaban con el color cobrizo de sus laderas desnudas. Suspiró melancólico y sin perder más tiempo juntó todas las cosas, derramó un resto de café sobre el fuego para apagarlo e inició un vigoroso trote hacia su destino. Tomó por un camino pedregoso que se abría paso entre dos hileras de abetos jóvenes, que de seguro alguien había plantado con la intención de proteger el sendero de los fuertes vientos y el sol abrasador. 
Al llegar hasta una pequeña colina rocosa decidió tomar un poco de aire y descansar las piernas. Se sentó sobre una piedra lisa y plana, respiró a ritmos regulares aspirando por la boca y exhalando por la nariz hasta que su corazón volvió a latir calmo. Cuando se preparaba para emprender un nuevo trote escuchó un ronquido fuerte y cavernoso que provenía de una gran hendidura que se abría sobre la ladera de la colina. Se deslizó hasta la entrada a la cueva sin hacer el más mínimo ruido pues si sus temores eran ciertos en ese lugar habría un Troll durmiendo. Una antorcha encendida que colgaba de la pared de la cueva le permitió ver la voluminosa y aterradora silueta de aquella criatura durmiendo desparramada sobre el suelo. Un pensamiento osado relampagueó en su cabeza: recordó que su amigo Rindar le había dicho que no se conocían a ningún hobbit que hubiese logrado matar un troll y que difícilmente alguno pudiese conseguirlo. Una maliciosa ambición le nubló el pensamiento, ni la voz de la cordura ni los consejos de su tío pudieron reprimir el impulso de ser el primer hobbit en conseguir esa hazaña. Lo que no sabía Rindar era que Peregrin Tuk, compañero del famoso Frodo Bolsón, había matado un capitán de trolls en la Puerta Negra, durante aquella increíble odisea de las huestes de la Comunidad del Anillo que concluiría con la destrucción de los anillos de poder y del malvado Maia Saurón, hechos ambos que darían fin a la Tercera Edad del sol y comienzo a la Cuarta.
Extrajo la espada del bolso sin hacer ruido y se acercó al troll sin respirar, con pasos tan cuidadosos que parecía estar flotando sobre suelo. Los ronquidos y gruñidos que emitía cada tanto, el hedor horrible del lugar, los huesos de animales y humanos esparcidos por todo el piso, estuvieron por disuadirlo más de una vez pero, decidido a ganarse la gloria, continuó hasta ubicarse de pie sobre la cabeza del monstruo. Empuñada con las dos manos, levantó la espada sobre los hombros, el filo centelleó a la luz de la antorcha. Una sonrisa codiciosa relumbró en el rostro de Einar, ya podía paladear el placer de la victoria inminente, la adrenalina le corría como fuego abrazador por las venas, los ojos tenían un aspecto demoníaco. Entonces descargó el golpe furibundo sobre el cuello del gigante. Einar vio sorprendido como la espada en vez de acercarse hacia su víctima iba alejándose de ella. Pronto tomó conciencia de que estaba siendo levantado en el aire por dos enormes manos peludas. 
—¿Qué pretendes hacer, gusanito? —preguntó su captor.
Sin responder palabra el joven actuó con rapidez y con la punta de su espada pinchó una de las manazas, el segundo troll emitió un grito de dolor y lo soltó. Pero antes de que Einar pudiese ganar la entrada para escapar de la madriguera de los gigantes, el troll herido le asestó un planazo con la mano que lo arrojó hasta una de las paredes. El golpe lo atontó lo suficiente como para que su enemigo lo desarmase. Acorralado y sin arma no tuvo más remedio que esperar que el final llegase pronto y terminase siendo un sabroso bocado en el caldero de los trolls. 
—Mangot, despierta, viejo inútil —dijo el troll a su compañero, luego de encadenar a Einar a la pared—. Acabo de conseguir la cena.
—¿Qué? ¿Qué sucede, Crino? —refunfuñó medio dormido Mangot.
—Que acabo de salvar tu hermoso cuellito, tonto —dijo Crino.
Mangot miró al pequeño hobbit y la hoja de la espada que brillaba desde el suelo y comprendió lo que le decía su amigo. Rugió de un modo tan espeluznante y fuerte que Einar estuvo a punto de desmayarse.
—Tranquilo, amigo, el pequeñín pudo haberte matado, pero ahora será una riquísima cena. 
Mangot sonrió goloso.
Einar no era de amedrentarse con facilidad, repuesto de la sorpresa inicial, su cabeza trabajaba en busca de algún ardid que le devolviera la libertad. Dos virtudes suyas podían lograr lo imposible: la inteligencia y la verborragia.
—Señores, no creo que sea una gran idea que me coman —intervino Einar con tono tranquilo— miren nomás este cuerpo delgaducho sin grasa ni carne. Si se me permite…
—¡Cállate, insecto! —bramó Mangot.
—No, no, espera, déjalo que hable —dijo Crino.
—Gracias, señor —dijo y una gran sonrisa apareció en su cara, una sonrisa muy natural, por cierto, una que usaba siempre que se decidía a embaucar a algún desprevenido interlocutor—. Al dirigirme hacia este lugar pasé cerca de un rebaño de corderos que por la manera en que se movían parecían perdidos, quizás huían de alguna fiera que, tal vez, haya atacado a su pastor. Mientras caminaba hacia esta colina, buscando un lugar para tomar un descanso, se me vino a la mente un guiso de cordero y patatas que mi tía prepara todos los primeros días de cada mes y que, déjenmelo decirlo, es para chuparse los dedos y pasarle el pan hasta el último resto de salsa del plato. Claro, que en verdad, es una receta muy secreta —bajó la voz a modo de confidencia—, tan secreta que muy pocas personas la conocen, un receta que la mamá de la mamá de la abuela de mi tía le enseñó a su hija y esta a su vez a su hija y así hasta que llegó a los oídos de mi tía, que ha sabido sacarle provecho y nos ha deleitado durante largos años con ese prodigioso potaje. Sin ir más lejos, para una fiesta de la campiña matamos tres corderos y mi tía preparó ocho marmitas grandes de guiso para treinta personas, pues ¿saben cuánto guiso quedó?... nada, cada persona comió al menos ¡tres platos!, algunos comieron ¡cinco! ¿Qué me dicen, eh?
Los trolls lo miraban entre atontados y embelesados, saboreaban en su imaginación aquella maravilla de las que le hablaba Einar. El joven hobbit, seguro ya de que los gigantones habían caído en su trampa, se relajó.
—¿Tú, conoces, acaso, esa receta? —preguntó Crino.
—Señor, estás hablando con Einar, el más astuto de los hobbits…
—¿La conoces o no?
—Ah, señores, creo que este es su día de suerte —se detuvo, volvió a sonreírse y continuó—. Como les decía, con mi incomparable astucia, he aprendido a cocinar el guiso, no porque mi tía hubiese roto la tradición y me la enseñase, sino porque yo la he visto cocinarlo pero sin que ella lo supiese, pues desde un agujero que hice estratégicamente en el techo pude espiarla mientras cocinaba uno de ellos. Claro que no sólo de papas y cordero está hecho el guiso, lleva tomates, pimientos rojos, unas raíces que yo mismo cosecho y una combinación de siete especias, sí, han oído bien, ¡siete especias! Ustedes tal vez se preguntarán: ¿cómo pude saber qué especias le estaba agregando con sólo mirar por un agujero? 
Einar detuvo su relato seguro de que por más que pensaran los trolls nunca adivinaría la respuesta y ello le permitía mantener el control de la situación mediante su inagotable locuacidad. Al cabo de unos segundos los compañeros se miraron desconcertados con la pregunta del pequeño hombrecito.
—Tarros —dijo Einar—, pequeños tarros que guarda en una estantería que cuelga sobre la marmita.  Doce tarros son en total, pero yo debí memorizar sólo los cinco que no usó y luego revisar los restante siete y determinar cada uno de sus contenidos.
—Resultó inteligente nuestro amiguito, ¿no es cierto, Crino?
—Te dije que debíamos dejarlo hablar. Y ahora me dirá cada uno de los ingredientes de ese guiso y yo iré a buscarlos. Tú cuídalo y cuando regrese nos cocinará ese manjar.
—No lo haré, señor —interrumpió Einar frunciendo el seño— no seré vuestro cocinero.
—¿Qué dices? —preguntó Crino.
—Que no cocinaré.
—¿Estás loco, gusano? —gritó Mangot¬—. Si no lo haces te cocinaremos a ti.
—Estoy seguro de ello.
—¿Y entonces?
—No soy tan tonto, señores. Si les cocino el guiso, ustedes aprenderán la receta y el siguiente cordero seré yo. De todos modos terminaré en el caldero.
Los gigantes se miraron desconcertados. Las palabras del muchacho eran tan sensatas como proféticas, pues ya Crino, el más inteligente de los dos trolls, había decidido hacer exactamente eso con el hobbit. Crino, confundido, no encontraba una solución al problema. Es muy cierto que resulta una empresa tan difícil, casi imposible, la de quitar de la cabeza de un troll el deseo de un sabroso guiso como la de engañar a un hobbit. El problema era demasiado para las pocas luces de estos limitados seres. 
—Si me permiten —dijo Einar— puedo hacerle una propuesta tan conveniente para ustedes como para mí.
Crino y Mangot lo miraron estupefactos.
—Señores —continuó Einar —, ustedes quieren comer el guiso más suculento, más nutritivo y mejor elaborado que se ha cocinado durante cientos de años en Hobbiton y yo quiero conservar mi vida. Si yo les cocino el guiso y ustedes aprenden la receta, ya no les hago falta, luego terminaré en el caldero. Por tanto, amigos, yo les cocinaré el excelso potaje, a condición que ustedes esperen fuera de la caverna. Una vez terminado la preparación podrán volver y disfrutar su cena.
—¿Y cómo sabremos que no tratas de envenenarnos? —preguntó Crino.
—Sí, eso… —adhirió Mangot.
—Yo comeré primero, claro.
Los dos trolls se quedaron callados. La propuesta de Einar parecía sensata. Sin embargo, para Crino algo no estaba bien, y aunque presentía algún engaño decidió aceptar la oferta del hobbit. Todos saben que el estómago de un troll es varias veces mayor que su cerebro.
Al cabo de dos horas Crino había conseguido todo lo necesario. Einar hizo salir a los gigantes de la cueva y con gran destreza logró repetir la suculenta comida de su tía. Los tres comieron con gran fruición. Al cabo, Einar dijo:
—No ha quedado ni un solo bocado, pero mañana les prepararé más.
Crino lo miró amodorrado, con los ojos a medio cerrar, y le contestó:
—No será necesario, amiguito, ya conocemos la receta y no te necesitamos más. Mañana serás un ingrediente nuevo del guiso.
—¿Cómo que saben la receta? Ustedes no me vieron preparar el guiso.
—¿Estás seguro, amiguito? —preguntó Crino— En estas cuevas hay muchos agujeros indiscretos.
—Señorito Einar, me parece que Crino es más astuto que tú ¿no?
Los trolls rieron con ganas y su risa retumbó grotesca. Acurrucado contra una de las paredes musgosas de la cueva, Einar, víctima de un mareo repentino, sudaba gotas heladas. Esta vez estaba liquidado, había caído en la trampa de dos de las criaturas más tontas de toda la tierra. Cómo podía ser tan estúpido, por qué demonios no le había hecho caso a su tío. Sin embargo, Einar no era una persona que se dejase vencer con facilidad por las adversidades. Superado el efecto de la sorpresa, de inmediato, comenzó a esbozar un plan que le permitiese escapar de esa mugrosa madriguera. Estaba seguro, por la cantidad de comida que habían deglutido, que no faltaría más que un rato para que sus captores cayeran abatidos por el sueño. Por tanto, lo primero era encontrar la manera de quitarse el grillete que lo mantenía sujeto a la pared sin hacer ruido. Revisó con detenimiento el mecanismo y notó que uno de los pernos de la bisagra estaba corroído por el óxido. Calculó que si lograba forzarlo un poco y descabezarlo podría extraerlo y el grillete se abriría con facilidad. 
Cuando estuvo seguro que los trolls yacían profundamente dormidos comenzó con el trabajo. Encajó la cabeza del perno debajo de la placa metálica que fijaba la cadena a la pared y haciendo palanca con su mano logró doblarla, aunque no llegó a quebrarse. Debió girar hacia uno y otro lado el grillete hasta que la cabeza cedió, quitó el perno y, a pesar de que el esfuerzo realizado le produjo una dolorosa herida en la muñeca, logró abrir la argolla que lo retenía. Por desgracia, la antorcha que iluminaba la cueva consumió todo el aceite que la mantenía encendida y se apagó, esto complicaba los planes de Einar, ahora debería caminar a oscuras hasta la entrada y esquivar las dos montañas de carne y hueso que respiraban como toros y roncaban como truenos, y debería hacerlo, además, sin ruido alguno.
Espero un momento hasta que los ojos se acostumbraran a falta de luz. Cuando algunos contornos de las cosas empezaron a resultar visibles se puso en pie y caminó hacia la salida. Su agilidad, su buena vista y precaución le permitieron sortear los escollos que lo separaban de la libertad. Sin embargo, o porque se sintió libre y se desconcentró, o porque no alcanzó a verla, tocó con su codo una vasija de forma alargada que tambaleó de lado a lado y, a pesar de un último esfuerzo de Einar, cayó al suelo y con un estridente ruido se hizo añicos. El mínimo instante en que la sorpresa lo paralizó resultó fatal, cuando reaccionó y quiso correr hacia el exterior era demasiado tarde. Crino se había despertado y le sostenía la pierna con la manota peluda.
—¿Vas a alguna parte? —preguntó.
El vozarrón de Crino despertó a Mangot, que enfurecido por haber perdido el sueño tomó un hacha gigantesca que blandió sobre el desgraciado hobbit. Einar cerró los ojos y bajó la cabeza. En la fría oscuridad que preludia la muerte esperó que el trol ejecutara la sentencia. Un grito de dolor lo arrancó de las tinieblas. Al abrir los ojos vio como Mangot  caminaba hacia atrás trastabillando con una flecha clavada en el ojo derecho, un instante después la manota de Crino dejó de atenazarle el pie. El trol cayó de bruces sobre el suelo, tenía dos flechas clavadas en la espalda. Einar, sorprendido por la repentina aparición de los flechazos y la increíble velocidad del ataque, miró hacia la entrada de la cueva. Una figura alta y esbelta se erigía magnífica, el resplandor de la luz exterior la rodeaba y le daba un aspecto sobrenatural, el arco tenso y la flecha preparada completaban la visión.
—¿Qué esperas, muchachito? ¡Muévete! —gritó el extraño.
El grito rompió el hechizo que mantenía atónito al hobbit. Un pequeño esfuerzo fue suficiente para liberarse de Crino que, aún abatido, no había dejado de aferrarlo del pie. Al llegar junto al arquero escuchó la voz enojada de Mangot y volteó su cabeza para mirar. El troll se había arrancado la flecha del ojo y furioso se preparaba para atacarlos. Sin que mediase mayor tiempo que el que tarda una estrella fugaz en surcar el cielo y desaparecer, dos flechas salieron de la aljaba del arquero, tensaron el arco, silbaron a través del aire espeso de la covacha y terminaron clavadas, una en el ojo sano de la bestia y la otra en el cuello.  
—¡Vamos! —gritó el prodigioso caballero.
Y ambos corrieron hacia el exterior. La intensa luz del sol lo dejó ciego durante un instante. Cuando sus pupilas se acostumbraron pudo ver, junto a la entrada, un caballo blanco como la nieve que esperaba nervioso dando coces sobre el suelo. El oportuno salvador corrió hasta el caballo, de un solo salto cayó sobre el lomo del caballo y le extendió la mano para que Einar hiciera lo propio. El joven jinete, un elfo de porte orgulloso y rostro bellísimo, sostenía con autoridad las riendas del caballo con el brazo derecho, los cabellos convulsionados por el fuerte viento de la tarde parecían finos hilos de azabache pulido, los ojos refulgían como esmeraldas encendidas, las vestiduras lujosas y una capa blanca bordada con bellas filigranas de plata le concedían un aspecto digno de un príncipe. El hobbit hizo un esfuerzo y apuró la carrera. Al llegar al pie del caballo estrechó la mano del elfo, que de un solo golpe hizo volar a Einar hasta el lomo del animal, justo detrás de él.
En el mismo instante en el que caballo inmaculado se disponía a emprender el galope  y que Einar pensábase libre del horror de los gigantes, un objeto pesado y voluminoso voló desde la entrada de la cueva y golpeó al elfo y a él. Un costal de harina había impactado de lleno en su compañero y apenas sobre él, aunque con la suficiente fuerza como para derribarlo. Después de rodar por el piso y de incorporarse con rapidez se sintió el más desdichado y habría querido que el golpe lo matase o por lo menos lo desmayase. Las circunstancias en las que se encontraban eran peores que minutos antes, el elfo yacía sobre el suelo, muerto o al menos desmayado, él mismo estaba tan dolorido que no podía casi moverse como para volver a montar sobre el caballo y una mole furiosa corría en dirección suya con la intención de despedazarlo con las manos como se hace con un pollo asado.
De pronto vio con sorpresa como, un par de pasos antes de alcanzarlo, Crino se desplomaba con los ojos en blanco y la cabeza ensangrentada. A su lado, una roca apenas más pequeña que la cabeza del gigante, caía pesada sobre la tierra.
 —¿No te dije que no vinieras por estas regiones? ¿Acaso has perdido el juicio, pedazo de tonto? —preguntó una voz enfadada y familiar.
 —¡Tío! —gritó Einar con tanta sorpresa como alegría al levantar la vista y ver a Nasvir de pie sobre la roca que formaba el arco de entrada a la madriguera de los trolls.
—No voy a estar todo el tiempo para cuidarte, muchachito.
El rostro de Einar se encendió en un tono rojizo oscuro, avergonzado por la verdad que había en las palabras de su tío, no supo que responder. Justo él, que de su locuacidad había hecho una herramienta tan poderosa, una arma tan impresionante que hasta le permitió no terminar sus días como ingrediente principal en un asqueroso guiso troll. Sin embargo, estaba lo bastante agotado por la lucha y los peligros como que pensaba volver al cálido agujero hobbit que compartía con sus tíos y no abandonarlo nunca más. Un quejido apagado lo trajo de vuelta a la realidad, en un primer momento pensó que Crino estaba despertando y temió por él y por su tío. No tardó en notar que la voz provenía de detrás de sus espaldas. Entonces recordó al elfo que cayera herido cuando intentaban escapar y corrió a auxiliarlo.
—¿Está bien, Señor? —preguntó Einar.
—Creo que sí —dijo— me duele un poco la cabeza, pero no es nada grave.
El augusto señor se veía algo ridículo mientras trataba de recobrar el equilibrio, el caballo blanco ya recuperado se había arrimado a él ofreciéndose como apoyo para su amo. 
—Menos mal, cuando lo vi caer temí lo peor.
—Por suerte sólo ha sido un susto —dijo mientras sacudía restos de hierbas de sus ropas—. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Soy Einar Vallepequeño, hijo de Barno Vallepequeño, a vuestro servicio, Señor…
El elfo giro y señaló a sus espaldas.
—Soy Galathil, Señor de los elfos grises que habitan en los valles al pie de las montañas azules.
En ese momento se acercó Nasvir, que había bajado de la roca para interesarse por la salud de Galathil.
—Tío, te presento al Gran Señor del Valle de los Recuerdos,  Galathil —dijo con tono solemne y emocionado— de no ser por sus flechas no estaría aquí hablando contigo.
—Pero ni tú ni yo estaríamos conversando tranquilamente si tu tío no hubiese derribado al troll, Einar. ¿Cómo es su nombre, valiente caballero? —preguntó Galathil y le extendió la mano para saludarlo.
—Nasvir Limarano, para servirle a usted —replicó avergonzado e inclino su cabeza haciendo una respetuosa reverencia.
—Tuviste suerte, Einar¬ —dijo el elfo¬— hace ya una estación que estoy tratando de dar con la guarida de estos trolls que han devastado la linde sur de nuestro bosque. Hace un día me separé de mi escuadrón siguiendo un rastro a lo largo de las orillas del Brandivino. Encontré una canoa escondida en un arbusto —que supongo será tuya— y seguí el rastro que dejaste en la hierba. Encontré los restos de fuego y comida en el lugar que acampaste y el rastro a partir de allí fue más visible. De no ser por ello no habría llegado a tiempo. ¡Qué paradoja! Tu torpeza para moverte sin dejar señales te ha salvado.
—Es lo que le digo todo el tiempo, Señor —sacudió la cabeza con resignación Nasvir— no conoce lo suficiente para hacer este tipo de viajes, los peligros en algunos lugares son muchos y misteriosos.
— ¡Claro que sí! —Asintió con autoridad Galathil— tienes que escuchar a tu tío.
El caballo de Galathil, que parecía entender el regaño que su amo le hacía al hobbit, soltó un sonoro y extenso relincho.
—Ves, Sarl está de acuerdo conmigo. Señores, debo retirarme, mi escuadrón debe estar buscándome. Les recomiendo que desanden el camino que siguió Einar y que no se detengan mucho por estas regiones. No estoy seguro que estos sean los únicos trolls que vivan en estas regiones ni que no haya otros peligros. Estoy seguro que volveremos a vernos, Einar, hasta que ello ocurra, cuídate.
Luego de saludar afectuosamente a los hobbits Galathil emprendió un trote elegante con su caballo Sarl y en un instante ya había desaparecido su vista. 
Einar y su tío montaron a Sirmal, el poni más veloz de la comarca, un alazán musculoso que Nasvir había comprado a cambio de un cargamento de manzanas, y se alejaron a rápida carrera hacia el río.

—¿Cómo supiste que vendría hacia este lugar y no a lo de mis primos? —preguntó Einar mientras desensillaban a la vera del Balduest. 
—El tío Chudney pasó casualmente por casa y me dijo que no habías cenado con ellos, entonces me temí que habías salido de expedición. Cuando fui hasta el escondite de tus cosas en el granero y comprobé que te habías llevado la espada…
—¿Tú sabías que tenía un escondite?
—Claro, Einar, tu tío esta viejo pero no ha perdido las mañas.
—¿Desde cuándo sabes que existe?
—Dos años.
—¿Dos años?
—Sí, y me ha sido de utilidad para saber si te habías ido en uno de tus viajes y tal vez adivinar a dónde.
—¿Y cómo te das cuenta?
—Por las cosas que eliges para llevar.
—¿Por qué no me has dicho que lo conocías? ¿No hubieras evitado que me siguiese escapando? 
—Einar, querido, de cualquier modo habrías continuado.
—Pero, pero… ¿por qué  has venido hasta aquí?
—Ya te lo he dicho, al ver que no estaba la espada supuse que, a pesar de mis advertencias, habías decidido explorar esta región. Recordé que tenía un mapa que me había regalado un Dúnedain que habíamos hospedado y que en él había marcado tres o cuatro madrigueras de trolls. 
—¿Cómo supiste cuál era?
—Con un poco de fortuna, buscando rastros tuyos encontré los restos de tu desayuno.
—Caramba, tío, me sorprendes, creí que tus únicas habilidades eran las de cultivar la tierra.
 —Yo también, aunque no lo parezca, fui joven como tú —sonrió— Vamos, volvamos a casa.
Einar regresó pensado en la increíble puntería con la que su tío había derribado a los malvados trolls, le pareció extraño que tuviese esa destreza en el uso del arco y flecha. Luego  lamentó que su sueño de conocer a los elfos del Valle de los Recuerdos debiera aguardar hasta otra ocasión.
  

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